Testimonios

Eduardo y Terecita

Mi mamá se llamaba Terecita. Sí, con C.    Vivía en Maldonado.    Días antes de fallecer me pidió que la llevara a la playa. A su cuidadora y a mí nos llamó mucho la atención el pedido por lo que implicaba para ella ese movimiento.    Allí me miró a los ojos, -apenas podía hablar- y me pidió perdón “por todo el trabajo que me había dado». Le respondí que ella me había enseñado y mostrado cada día el valor de las pequeñas cosas.   La ELA avanzaba en mamá. Una calurosa noche de enero, con mucha dificultad, dibujó la Torre Eiffel. Quería despedirse de su hija y nieto.    Y así comenzó nuestro más increíble viaje… https://www.youtube.com/watch?v=LmpZKnsLM6Y

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Verónica y Zulma

La ELA llegó a nuestras vidas en nuestro mejor momento, mujeres solas independientes capaces de devorarse el mundo.    Sin embargo al enterarnos de esta triste noticia y que “la cosa se iba a ir poniendo cada vez peor”; después de escuchar las palabras del médico: “es un enfermedad degenerativa”, cambió todo.    Ya no era un 50 y un 50, era aprender a sostener esa otra mitad de la mejor manera para no permitir que la vida arrebate de un chasquido la alegría que ella tenía.    Mi mamá, Zulma, una persona súper divertida, que hacía bailar a todos con su música, que en cada baile que organizaba estaba la fiesta garantizada.    Con su voz, su baile, su carisma,  un traje distinto  para cada ocasión, demostraba que el baile lo curaba todo. Ella sentía el tambor y agarraba un abanico de inmediato, para sentirse en el personaje de una mama vieja resplandeciente.    Transitamos todo este proceso siempre escuchando música, no estaba permitido el silencio.    Mi mejor terapia ese año que transcurrió la enfermedad fue ir a escuchar los tambores a cualquier ensayo de barrio.    Vibraba en mí seguramente esa emoción cuando mamá agarraba ese abanico y revoloteaba en la pista de baile.  Era muy lindo verla bailar y recordarla así ¡puff!  escuchar ese “borocotó chás chás” me recargaba de energía el alma, para volver a la realidad que estábamos viviendo. Fue desgarrador sentir que cada día la iba perdiendo.    Dos meses antes de su partida la llevé a un desfile de comparsas en el Prado, sus ojos verdes lo decían todo, la música es vida.   Por eso tomé el camino de  “VIVIR la Vida, voy a reír, voy a bailar”, su tema preferido, que la vida tiene que ser fácil y divertida. Entonces acá estoy bailando candombe por mí y  para ella.  La fiesta debe continuar…

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Fernando (h) y Fernando

  Fernando Sureda (hijo)   El principio de esta enfermedad es tan complejo como incierto, generando en todos nosotros esa sensación de no poder o no saber cómo ayudarlo. Luego día a día fuimos superando miedos, obstáculos, nos fuimos adaptando todos. Mi vieja y los paliativos creo fueron los pilares más fuertes, en los que mi hermano  y yo, y claramente mi viejo, nos fuimos apoyando y confiando más. Podría decir que la ELA nos acercó mucho como familia, volviendo a las raíces de nuestra historia. Eso fue muy emotivo. En lo personal me acercó fuerte en la relación con mi viejo. También él pudo sanar y soltar un montón de sentimientos que le ayudaron a partir en plena paz con su vida. El mayor aprendizaje que nos dejó fue, es, y será, que este viaje es breve y tenemos el deber de enojarnos menos por nimiedades y vivir más y mejor . Y dejó dichos, por ejemplo sobre  la ELA (“la puta ELA”, decía él) la llamó la Mercedes Benz de las enfermedades.  “Me agarró la tope de gama de las enfermedades”, decía. Otra frase que dejó huella es “pisá fuerte, no seas cagón”. En lo personal fue uno de los desafíos emocionales más impactantes que me ha tocado vivir, dejando una huella y un aprendizaje imborrable para el resto de mis días.   Salvador Sureda   Para nosotros la ELA fue muchas cosas. Lo primero, algo totalmente indeseable, nos dio mucha bronca e impotencia.  Pero, como casi todo en esta vida, con el paso del tiempo nos vamos adaptando y asimilando las cosas malas o indeseables. En algún momento empezamos a acercarnos más entre nosotros y a luchar por el bienestar diario. Para mí lo más admirable fue el laburo de mi madre que sacó fuerzas de no sé dónde y afrontó toda la enfermedad de mi padre como una compañera y acompañante, de esas que es difícil encontrar. A mí en particular me hizo acercarme mucho más de lo que imaginaba. Logré una muy linda relación con mi viejo en sus últimos años. Con respecto a la película, es todo obra de los Ponce de León y su equipo. ¡Les quedó una hermosa película! Agradezco mucho también a Enric Benito, un tipo divino que logró ser psicólogo y amigo de mi viejo. Gracias a todo esto y muchas más cosas que en este corto texto no me da para nombrar es que estoy convencido que papá se fue en paz, y yo quedé en paz conmigo… web EMPATIA.UY

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Carolina y Martín

Cuando Martín se decidió a contar su diagnóstico de la ELA, fue a mí a quien llamó primero para ayudarlo a contarle al resto y hablar con mi madre. Un día de enero de 2014 me contó lo que le pasaba, lo que le dijeron los médicos y las posibilidades que tenía para probar suerte en un ensayo clínico en Madrid.  Le ofrecían que buscara una segunda opinión y me dijo que hablara con los médicos de la cooperativa donde crecimos, nuestros segundos padres de la vida, para ver qué opinaban.   Nunca voy a olvidar su pedido: “buscá en internet y fijate de qué se trata. Todo lo que exista que promete la cura, investigalo, y fijate qué puedo hacer. Yo estoy dispuesto a viajar a China si es necesario”.  A partir de ese día comenzó en mí un proceso de duelo, dolor, aceptación y compasión que nunca antes había vivido. Una contradicción gigante entre el dolor que significaba aceptar lo que veía, y una necesidad infinita de cambiar el mundo y revertir la realidad.  Impotencia, indignación.  En abril cuando lo fui a ver y a conversar sobre cómo seguir, lo primero que me dijo fue que si iba para tratar de convencerlo de volver a Uruguay, perdía el tiempo.  “Te puedes volver ya mismo porque de acá no me pienso mover”.  Esos 15 días pensamos juntos cómo hacer para salvar las distancias, cuáles serían las cosas que podíamos ayudar, y cómo podíamos facilitar las cosas allá mientras todos estamos acá.  Martin propuso el proyecto de la fundación y fue el timón del barco en ese océano revuelto por el huracán. Él confiaba en mi capacidad ejecutiva para llevar adelante sus proyectos y sus delirios, y yo me sentía útil siendo su brazo ejecutor.  Me acercaba más a su vida y a su nueva realidad. Trabajar en la fundación me permitió transformar el dolor en amor al prójimo.  Sentía que,de algún modo, devolvía a otro lo que alguien estaba haciendo por Martin.  Él tenía muchos proyectos pero mi dolor no me permitió conectar a tiempo con su optimismo y sus ideas creativas de diseñar páginas, buscar testimonios de reinventarse en la vida, ayudarlo a construir su máquina de fotos y su proyecto de fotografiar el mundo accesible y transitable en una silla de ruedas.  Él quería salir al mundo y yo no podía seguir ese optimismo… veía la muerte y las pérdidas y me aferré a conocer el dolor de transitar la enfermedad y aceptar la muerte.  Viví casi 4 años de duelo aceptando que mi hermano finalmente un día se iba a morir.  El 21 de junio de 2017 hicimos una muestra de cuadros de Martin. Hicimos un video donde él transmitió un mensaje de sus proyectos y su vida, ahí fue la primera vez que conecté con su vida y comprendí que aún estaba vivo y que la muerte aún nos esperaba un poco más. Esos 6 meses finales fueron duros pero tuvimos la oportunidad de seguir soñando.  Así se fue Martin, soñando y con muchas ganas de vivir aunque su cuerpo ya no le respondía. Hoy tenemos la responsabilidad de vivir por él esos sueños y trabajar por una mejor calidad de vida para todos los uruguayos que les toca vivir con ELA.  https://www.youtube.com/watch?v=hKD7DMo50bo

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Florencia y Pablo

A mi padre le diagnosticaron ELA en febrero de 2017.  Toda la vida temimos ese momento porque su padre murió de ELA en 1991 y su hermano en 2004, así que se hacía periódicamente exámenes neurológicos para detectar anticuerpos anti mielínicos.  Sin embargo, su primera reacción una vez que lo diagnosticaron fue de negación: no podía ser que le estuviese sucediendo a él. Se negó a volver a tratarse con medicina tradicional- lo que era entendible sabiendo los límites de los tratamientos- y habiendo tenido pésimas experiencias con la neuróloga que lo atendió.  Hasta muy avanzada la enfermedad ni siquiera aceptaba nombrarla, y se abocó de lleno a las terapias alternativas porque solo eso le daba algo de esperanza de vivir algo distinto a lo que vivieron su padre y su hermano. La realidad fue más fuerte: necesitaba cada vez más ayuda para el día a día y mi madre, mi hermana y yo, más un equipo de profesionales, se la fuimos dando a medida que él la aceptaba.  En los últimos meses el equipo de Cuidados Paliativos de su mutualista lo visitaba dos veces por semana. Eso significó cierto alivio a sus síntomas, cuando ya tragar y toser eran desafíos.  En febrero de 2020- después de una serie de noches en las que la sensación de falta de aire fue crítica- nos reunió a mi madre, mi hermana y a mí en el living de casa y nos dijo que se quería morir.  Que lo que estaba viviendo ya no era vida, que todo lo que tenía para vivir, ya lo había vivido; que había visto el final de su padre y de su hermano y que no quería eso. Al día siguiente se lo planteó al equipo de Cuidados Paliativos. Le respondieron que lo que estaba pidiendo no era legal, y que no lo iban a hacer. Mi padre, que había mantenido un cierto sentido del humor hasta ese momento, se enojó mucho: “si tuviese fuerza para agarrar un cuchillo no les estaría pidiendo ayuda, pero no puedo. La única autonomía que tengo sobre mi cuerpo es dejar de comer y tomar agua, ¿ustedes prefieren que me muera así?”, les dijo.  No hubo caso.  Desde ese momento hasta el 19 de marzo de 2020, cuando murió, fue todo una tortura para él y para mi familia.   Lo que aprendí de la experiencia de acompañar a mi padre con ELA fue más que nada a respetar sus decisiones, aunque no estuviese de acuerdo con ellas, y aunque no fuese fácil para mí aceptarlas.  La ELA no le afectó sus capacidades mentales: él seguía teniendo sus propias valoraciones sobre su situación y sobre el mundo que lo rodeaba. No dejó de ser un adulto lúcido, aunque estuviese pasando por una situación extrema. Creo que la sociedad, y en especial el sistema médico, no está preparada para tratar a los enfermos terminales como seres autónomos, que razonan, y que merecen ser respetados en sus decisiones. Y cuyas preferencias pueden ser difíciles de entender. A mí me costó comprender su esperanza en las terapias alternativas, y me imagino que a los paliativistas les costó entender que mi padre sinceramente les agradecía su trabajo, pero sentía que el alivio que le brindaban no era suficiente y quería morir.   Desde esta experiencia la vida de mi familia se resignificó en poner todo de nosotras para que nadie tenga que vivir lo que vivimos, y eso en nuestro caso implicó trabajar por la legalización de la eutanasia en Uruguay.  El proyecto de ley se presentó una semana antes de que mi padre muriese.  Me lo mandó por WhatsApp, sabiendo que era imposible que llegase a tiempo para su caso pero valorando que tal vez pudiese existir para otros. Cuando se cumplió un año de la muerte de mi padre hice un hilo en Twitter contando cómo había sido su experiencia, y porqué creía que la eutanasia debe ser legal en Uruguay.  A partir de la repercusión que tuvo mi testimonio me encontré con Empatía Uruguay, un grupo que recién estaba formándose con la intención de trabajar, desde la sociedad civil, para impulsar el proyecto de ley. No lo pensé dos veces.  Ser consecuente con el legado de mi padre es para mí poner todas mis capacidades al servicio de la causa de la eutanasia legal en Uruguay.  Mi madre y mi hermana también se sumaron a Empatía, desde sus puntos de vista y áreas de trabajo.  Yo solo quiero que ninguna persona sienta que el sistema le da la espalda cuando la enfermedad es muy grave.  Que nadie sienta que lo están tratando como un incapaz cuando ignoran sus decisiones sobre su cuerpo.  Que podamos dejar de repetir eslóganes vacíos sobre lo buena que es la vida, y aceptar que en ciertas circunstancias, la vida puede ser un martirio, y la muerte un alivio.  Que hablemos sobre la muerte y dejemos de tratarla como un tema tabú. Que ningún enfermo de ELA ni de otras enfermedades tenga que sufrir sin sentido cuando el fin ya está cerca.  Y que ninguna familia tenga que recordar el horror de las semanas donde obligan a vivir a una persona que está sufriendo. 

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Inés y Conrado

La ELA significó un choque de realidad, un cambio en el funcionamiento de la familia. Personalmente, pasar de hija dependiente a tener un padre dependiente.  Un factor importante que siempre admiré de papá es cómo aceptó la enfermedad desde el momento cero.  En una primera etapa eso tuvo como consecuencia pasar por un proceso de entrega, en el que hubo más dudas que respuestas y donde el diagnóstico se sintió como una sentencia de muerte. Con el paso del tiempo, la información que fuimos recibiendo, la atención médica y humana con la contamos, nos fue acercando a las respuestas de cómo vivir con la enfermedad. Ese vivir implicaba muchos cambios, entre ellos que mis padres tuvieran que dejar la casa de Salinas. Para mi padre esa casa siempre fue un símbolo de libertad, donde él había plantado su ciruelo, donde jugaba con los perros y salía a hacer mandados, entre otras tantas actividades. Luego de 4 meses en el CTI, muchos amagues de alta y varias lecciones aprendidas, llegado el momento en que papá se fuera a casa sabíamos que empezaba una nueva etapa. Contar con nuestras capacidades, superar emergencias juntos… no fue fácil. Pero con el paso del tiempo aprendimos a vivir de esa forma.  Como artista, para él fue un golpe fuerte tener que dejar de dibujar. Sus creaciones eran lo que le permitían escapar de esta cruda realidad y volver a ser el dibujante.  El humor nunca lo perdió.  Lo primero que le falló fue su mano derecha, la hábil. Empezó a dibujar con la mano izquierda pero no era lo mismo, al poco tiempo eso también lo perdió. En ese período aprendió a reinventarse, fue así que comenzó a pintar además de dibujar.  Pasó por el mismo proceso: primero con la mano derecha, luego con la izquierda, pero encontró que podía seguir pintando por medio de un intermediario. Fue así que a través de sus descripciones y elecciones de color,  quienes lo acompañábamos de alguna manera podíamos plasmar sus ideas en los cuadros.  Encontró por ahí un camino para continuar interactuando con el resto del mundo, saciar sus ganas de crear y dejar su marca en Tenemos ELA a través de la colaboración con la exposición.    La ELA fue un camino de aprendizaje para todos.

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Emiliano y Nicolás

Nicolás Minetti fue quien puso la firma en el año 2007 para inscribir en la intendencia de Montevideo a nuestra murga, Cayó la Cabra, por primera vez en el encuentro de murga joven.  Un año después lo conocí y desde entonces somos amigos.  La ELA le cambió la vida. La ELA nos cambió la vida.  Tuve la suerte de conocer a Nico y a su familia, de acompañarlos, de ver sus ganas de vivir, de contagiarme un poco de tanto amor a la vida.  Hizo de todo para sobrevivir, para vivir.  Inventó aparatos que lo ayudaban a respirar, adaptó un mouse para escribir con los pies y seguir comunicándose con nosotros, su gente.  Viajó con su hijo a ver un partido de Champions, salió en carnaval, alquiló mil ranchos en Valizas, fue a Nueva York con el negro Gastón, y hasta dio la vuelta al mundo cantando murga con La Catalina. Creo que el principal aprendizaje que me dejó Nico fue el de valorar la vida, e incluso el de reírme un poco de la muerte.  Es que hasta el último momento fue así, tuvimos a la muerte merodeando tan de cerca que hasta le hacíamos chistes, como a cualquiera.  Eternamente estaremos agradecidos con la Fundación Tenemos ELA, por su laburo incansable y por habernos dejado ser parte desde sus inicios. Nico lo dió todo, vivió intensamente lo más que pudo, como quiso, como pudo. Cuando su vida ya no era la suya decidió decir adiós. Su familia y sus amigos lo recordamos cada vez que pasa algo lindo, o feo. Sabemos que su vida fue corta pero no sabemos si alguno de nosotros podrá vivir mil años para vivir todo lo vivió El Nico Minetti. “La vida pasa y puede que separe los caminos, como una vez nos regaló habernos conocido, no tengas dudas que otra vez nos volveremos a encontrar” (Retirada de Cayó la Cabra 2015)   Lucas Minetti   Mi padre es Nicolás Minetti y desde que tengo uso de razón tiene ELA.  A mí su enfermedad me agarró desde bebé, por ende fui creciendo con ella. Si bien al principio fue algo muy normal, sin muchos cambios, a medida que iba pasando el tiempo e iba entendiendo más sobre la enfermedad y sobre los cambios que le iban surgiendo a mi padre, mi vida tuvo que cambiar.  Me mudé con él , crecí muy rápido , empecé a cuidarlo y a dar el máximo apoyo para que sobrellevara su enfermedad lo mejor posible y siempre feliz. Lo que la enfermedad me dejó, y más que nada mi padre, fueron aprendizajes de vida, cambios en mi forma de pensar, de vivir. Más que nada el hecho de crecer más rápido de lo que debería por y para mi padre, para ofrecerle el mejor apoyo, la mejor ayuda y, como dije anteriormente, verlo feliz.  Para mí eso era lo más importante. https://www.youtube.com/watch?v=MrRpfABl6Yc

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Beatriz

Yo venía con muchos dolores en el alma y creí , inocentemente, que la Vida ya me había dado mi cuota de sufrimiento, cuando de pronto – y me hago eco aquí de estos versos de Miguel Hernández me cayó encima «Un manotazo duro, un golpe helado,/ un hachazo invisible y homicida,/ un empujón brutal te ha derribado”. Cambió mi vida y la de mi familia para siempre. Fue hace dieciocho años. El neurólogo me vaticinó que mi fecha de vencimiento sería en el año 2010, más tiempo para entregar mi estuche corporal no habría.  Para mi bien o para mi mal sí lo hubo.  Entonces fui testigo de la desconexión de mi cuerpo; pareja y prolijamente fui perdiendo mis fuerzas: un día no pude mover mi pierna derecha,  al poco tiempo, la izquierda.  Contemplaba con pavor la inutilidad de mi cuerpo, la ELA  obsesivamente y con saña me iba obligando a renunciar: perdí el trabajo cuando tenía aún tanto para dar, perdí la intimidad con mi propio cuerpo, perdí el abuelazgo efectivo y real de mis nietos- creo que eso fue lo más doloroso- y finalmente , por ahora, hace un año que me tuve que ir de mi casa a vivir en un residencial.  Como mi ELA me cocina a fuego lento, mi cuidador principal, mi esposo, fue envejeciendo conmigo y se enfermó de cuidado. Eso es este monstruo: un proceso en que el duelo es la constante. ¿Dónde queda la recreación , el tiempo para pasear, salir, ver gente? No existe, ya que desplazarse implica gastos: vehículo, asistentes y nosotros tenemos gastos enormes para simplemente sobrevivir.  Por suerte  participo del taller literario del profesor Federico Arregui, actividad muy placentera que realizo por zoom, aunque más me gustaría la modalidad presencial. Imposible por el complicado andamiaje. ¿Es posible  que en el siglo XXI no haya una cura para este mal?  que más que un mal es un disparate. ¿No poder caminar, ni respirar, ni hablar, ni comer? Pero no, no hay cura, como no la hay para otras enfermedades tan graves como esta. Hoy estoy higienizada, comí bien, me voy adaptando a perderlo todo o casi todo, mañana quizá sigan las renuncias, siempre se puede estar peor.  Agradezco a los investigadores y técnicos que se ocupan de hacernos viable el día a día. El Estado tendría que ayudar a estos trabajadores que hemos quedado postrados , congelados sin haber hecho un mal uso de nuestros cuerpos y ojalá las generaciones venideras puedan acceder a una cura o lo que sería mejor a una prevención.  Tengo esperanzas, es más, sé que habrá.

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