A mi padre le diagnosticaron ELA en febrero de 2017. Toda la vida temimos ese momento porque su padre murió de ELA en 1991 y su hermano en 2004, así que se hacía periódicamente exámenes neurológicos para detectar anticuerpos anti mielínicos. Sin embargo, su primera reacción una vez que lo diagnosticaron fue de negación: no podía ser que le estuviese sucediendo a él. Se negó a volver a tratarse con medicina tradicional- lo que era entendible sabiendo los límites de los tratamientos- y habiendo tenido pésimas experiencias con la neuróloga que lo atendió. Hasta muy avanzada la enfermedad ni siquiera aceptaba nombrarla, y se abocó de lleno a las terapias alternativas porque solo eso le daba algo de esperanza de vivir algo distinto a lo que vivieron su padre y su hermano. La realidad fue más fuerte: necesitaba cada vez más ayuda para el día a día y mi madre, mi hermana y yo, más un equipo de profesionales, se la fuimos dando a medida que él la aceptaba. En los últimos meses el equipo de Cuidados Paliativos de su mutualista lo visitaba dos veces por semana. Eso significó cierto alivio a sus síntomas, cuando ya tragar y toser eran desafíos. En febrero de 2020- después de una serie de noches en las que la sensación de falta de aire fue crítica- nos reunió a mi madre, mi hermana y a mí en el living de casa y nos dijo que se quería morir. Que lo que estaba viviendo ya no era vida, que todo lo que tenía para vivir, ya lo había vivido; que había visto el final de su padre y de su hermano y que no quería eso. Al día siguiente se lo planteó al equipo de Cuidados Paliativos. Le respondieron que lo que estaba pidiendo no era legal, y que no lo iban a hacer. Mi padre, que había mantenido un cierto sentido del humor hasta ese momento, se enojó mucho: “si tuviese fuerza para agarrar un cuchillo no les estaría pidiendo ayuda, pero no puedo. La única autonomía que tengo sobre mi cuerpo es dejar de comer y tomar agua, ¿ustedes prefieren que me muera así?”, les dijo. No hubo caso. Desde ese momento hasta el 19 de marzo de 2020, cuando murió, fue todo una tortura para él y para mi familia. Lo que aprendí de la experiencia de acompañar a mi padre con ELA fue más que nada a respetar sus decisiones, aunque no estuviese de acuerdo con ellas, y aunque no fuese fácil para mí aceptarlas. La ELA no le afectó sus capacidades mentales: él seguía teniendo sus propias valoraciones sobre su situación y sobre el mundo que lo rodeaba. No dejó de ser un adulto lúcido, aunque estuviese pasando por una situación extrema. Creo que la sociedad, y en especial el sistema médico, no está preparada para tratar a los enfermos terminales como seres autónomos, que razonan, y que merecen ser respetados en sus decisiones. Y cuyas preferencias pueden ser difíciles de entender. A mí me costó comprender su esperanza en las terapias alternativas, y me imagino que a los paliativistas les costó entender que mi padre sinceramente les agradecía su trabajo, pero sentía que el alivio que le brindaban no era suficiente y quería morir. Desde esta experiencia la vida de mi familia se resignificó en poner todo de nosotras para que nadie tenga que vivir lo que vivimos, y eso en nuestro caso implicó trabajar por la legalización de la eutanasia en Uruguay. El proyecto de ley se presentó una semana antes de que mi padre muriese. Me lo mandó por WhatsApp, sabiendo que era imposible que llegase a tiempo para su caso pero valorando que tal vez pudiese existir para otros. Cuando se cumplió un año de la muerte de mi padre hice un hilo en Twitter contando cómo había sido su experiencia, y porqué creía que la eutanasia debe ser legal en Uruguay. A partir de la repercusión que tuvo mi testimonio me encontré con Empatía Uruguay, un grupo que recién estaba formándose con la intención de trabajar, desde la sociedad civil, para impulsar el proyecto de ley. No lo pensé dos veces. Ser consecuente con el legado de mi padre es para mí poner todas mis capacidades al servicio de la causa de la eutanasia legal en Uruguay. Mi madre y mi hermana también se sumaron a Empatía, desde sus puntos de vista y áreas de trabajo. Yo solo quiero que ninguna persona sienta que el sistema le da la espalda cuando la enfermedad es muy grave. Que nadie sienta que lo están tratando como un incapaz cuando ignoran sus decisiones sobre su cuerpo. Que podamos dejar de repetir eslóganes vacíos sobre lo buena que es la vida, y aceptar que en ciertas circunstancias, la vida puede ser un martirio, y la muerte un alivio. Que hablemos sobre la muerte y dejemos de tratarla como un tema tabú. Que ningún enfermo de ELA ni de otras enfermedades tenga que sufrir sin sentido cuando el fin ya está cerca. Y que ninguna familia tenga que recordar el horror de las semanas donde obligan a vivir a una persona que está sufriendo.